No
sé si era porque estaba cansado del día tan ajetreado que
había tenido, o porque intenté no pensar en la final, pero dormí como un
bebé,
es decir, me desperté temprano y ya no pude dormir más. Al poco sonaba
el
despertador; 7:15 de la mañana para poder desayunar tranquilos puesto
que las
mochilas ya estaban hechas de la noche anterior. Bufanda, camiseta,
bandera... Todo listo para pasar un día intenso fuera de casa.
Habíamos quedado en el barrio de las letras para ir hasta el
aeropuerto en coche, dejarlo en el parking de bajo coste y así al volver poder
llegar rápido a casa, ya que estaríamos cansados. Y allá fuimos. En el coche
sonaba una y otra vez el himno de Sabina a todo trapo, mientras una bufanda
asomaba por la ventana. Conversaciones de nerviosismo.
Yo iba callado, tenía sueño,
nervios y miedo a la vez. Empezaba un día, tantas veces esperado, que me pilló
con la novatada.
Llegamos al aeropuerto sobre las 9:30 de la
mañana, los de
“Viajes El Corte Inglés” estaban más histéricos que nosotros, parecía
que
íbamos a la ópera en lugar de al fútbol. Nos dieron unos planing del
día, el
número del autobús que nos esperaba en Bucarest e informaciones varias
que
apenas miramos. A lo tonto, quedaba poco para embarcar y una cola
rojiblanca
bajo una pantalla que decía “Bucarest” nos marcaba el camino. Cómo estos
viajes
son un poco atípicos, los asientos no están asignados y una vez entras
debes
buscarte las habichuelas. Nosotros, que estábamos delante gracias a que
parte de
la expedición que éramos llevaba allí rato haciendo cola (Los hermanos
Padín), pudimos sentarnos en la salida de emergencia y así poder ir más
anchos que los
demás.
Aquí quiero comentar el punto negro del viaje, todos sabemos
que cuando uno va a estas finales, va a pasárselo bien, vivir la experiencia y
disfrutar, y porque no, tomarse alguna copa de más en caso de victoria. Pues
bien, los compañeros de avión en la ida, las copas las llevaban de casa y una
vez dentro de la terminal, siguieron bebiendo hasta protagonizar un capitulo
bochornoso, llegando a intentar fumar en el lavabo del avión e insultar a una
azafata, que, gracias a los intermediarios de los organizadores del viaje,
reconsideró la opción inicial de avisar a las autoridades rumanas para que tomaran
medidas al llegar a tierra. Esos son actos totalmente denunciables por toda la
afición.
Una vez allí, la bajada del avión y la caminata por la
terminal fue de piel de gallina. Se notaban los nervios colectivos. Ya
estábamos allí, ya no había macha atrás, quedaba poco, muy poco para ver al
Atleti en una final europea. Aún y así, pese a la mala organización con los
autocares que en vez de dejarnos en el centro nos dejaban en el estadio y de
allí, otro autobús nos dejaba en el centro en la “fan zone”, (el caso es que si
hubiéramos aterrizado a las 9 de la mañana, no hubiera habido problema, pero
haciéndolo a las 3 de la tarde, todo lo que puedas ahorrar de tiempo es
bienvenido) estábamos allí.
Total, pisábamos la “fan zone” a las 4 de la tarde y aún
teníamos que comer. Ahí se dividió el grupo, unos nos fuimos a una pizzería y
los otros a comerse un codillo a un buen restaurante. El servicio, un poco el
esperado, tenemos la costumbre de quejarnos siempre del país en el que uno
vive, y la verdad, es que el servicio en este país, ojo que hay de todo, es
bastante más bueno que en el de Bucarest, por lo menos en el de la pizzería que
nosotros fuimos, eso sí, las pizzas estaban de muerte, bueno, o eso, o es que estábamos
ya en el alambre.
Para cuando el grupo volvió a unirse, ya
estábamos subidos
en los buses lanzadera hacia el estadio. Quizás uno de los mejores
momentos que
se vivió aquel día. Unos 100 atléticos dentro de un autobús camino a una
final. Se cantó, se coreó y se lió de todo y para todos. Fueron los
mejores 20 minutos
del viaje. Incluso, después de llevar un rato allí dentro liándola
muchísimo,
nos dimos cuenta de que en un asiento había un aficionado del Athletic
de
Bilbao que junto con su hermano colchonero habían ido a compartir la
final
juntos. Hablamos con él y se lo estaba pasando bien, nos confesó que “yo
soy
de toda la vida del Athletic, pero mi hijo, por culpa de su tío me ha
salido
colchonero”. Cómo era evidente, ese tío, se llevó una soberana ovación.
La
gente que iba caminando hacía el estadio, se acercaba al autobús a picar
en los
cristales en forma de ánimo colectivo. Bajamos del autobús y allí estaba
el
estadio. Sólo quedaban minutos para tomar asiento, ¿nervios? Un poco,
tirando a
bastante.
Nos paramos de camino en un stand de la UEFA a
comprarnos la bufanda oficial de la final,
era bonita y esas cosas, hay que guardarlas, no sólo en la retina, por
lo que
pueda pasar. Pasamos las medidas de seguridad del estadio. Eran dos; una
donde
te hacían dejar las bebidas y otra donde te cacheaban la bolsa y te
hacían
enseñar la entrada, pequeño momento de caos antes de levantar la cabeza y
vernos enfrente un estadio espectacular, nada acorde con la ciudad, con
unas
infraestructuras impresionantes y que nos dejó, aunque parezca mentira,
sin
palabras por un momento. Como refleja la fot, nuestras caras antes de
entrar son una mezcla de, nervios, tensión, alegría y emoción.
Subimos las escaleras del estadio, picamos la entrada y al
asomarnos al estadio, algunos ya llorábamos, los nervios salían por donde
podían, estábamos en una final europea y ahora ya sí, nos lo debíamos de creer.
Buscamos nuestro sitio y allí nos sentamos a esperar que el árbitro diera el
pitido inicial y empezáramos a disfrutar.
CONTINUARÁ...
CONTINUARÁ...
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